viernes, 30 de noviembre de 2012

MARIO BENEDETTI - LA NOCHE DE LOS FEOS





Mario Benedetti







La noche de los feos





1

Ambos somos feos. 

Ni siquiera vulgarmente feos. 

Ella tiene un pómulo hundido. 

Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. 

Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza.

No, de ningún modo. 

Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. 

Quizá eso nos haya unido. 

Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. 

Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. 

Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. 

En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. 

Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. 

Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. 

Ella no se sonrojó. 

Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. 

Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. 

Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada.

Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. 

Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. 

Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. 

También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. 

Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. 

La verdad es que son algo así como espejos. 

A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. 

Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. 

Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. 

De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. 

A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. 

Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. 

Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. 

Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

¿Qué está pensando? pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. 

El pozo de la mejilla cambió de forma.

—Un lugar común dijo—. Tal para cual.

Hablamos largamente. 

A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. 

De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. 

Decidí tirarme a fondo.

—Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?

—Sí dijo, todavía mirándome.

—Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.

—Sí.

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

—Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.

—¿Algo cómo qué?

—Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

—Prométame no tomarme como un chiflado.

—Prometo.

—La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?

—No.

—¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

—Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

—Vamos dijo




2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. 

A mi lado ella respiraba. 

Y no era una respiración afanosa. 

No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. 

Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. 

Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. 

Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. 

O intentado fabricar. 

Fue como un relámpago. 

No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. 

Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. 

En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. 

Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

FIN


 








jueves, 29 de noviembre de 2012

6 CUENTOS DE TONY de MELLO





Anthony de Mello

Anthony de Mello S.J. (1931-1987) Sacerdote jesuita famoso por sus libros y conferencias de espiritualidad, donde mezclaba la doctrina judeo-cristiana con el budismo. 

Fue condenado por una Notificación sobre los escritos del Padre Anthony De Mello, S. J., publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe el 24 de junio de 1998.

De Mello nació en Bombay, India en 1931.

Completó inició sus estudios sacerdotales en la Compañía de Jesús, en Poona.

Se graduó en psicología, carrera que siguió en Estados Unidos.

Comenzó dirigiendo ejercicios espirituales para jóvenes novicios; pero había agregado los ingredientes propios de su personalidad tan especial; y fueron numerosos sus retiros para la renovación del espíritu. Al mismo tiempo que escribía su primer libro sobre meditación y ejercicios espirituales.

Murió en la Universidad de Fordham, de un fulminante ataque cardiaco, la misma noche de su primer día en Nueva York, el 1 de junio de 1987 y tres meses antes de cumplir los cincuenta y seis años.

Sus restos descansan en Bombay, lugar donde fue bautizado.

Posteriormente a su muerte, en 1998, la Congregación para la Doctrina de la Fe (dirigida por el entonces cardenal Ratzinger) investigó sus escritos y calificó algunos de ellos como «incompatibles» con la fe católica.

Algunas ediciones de sus libros llevan una hoja de precaución que indica: 'Los libros escritos por el padre Anthony de Mello fueron escritos en un contexto multirreligioso para ayudar a los seguidores de otras religiones, agnósticos y ateos en su búsqueda espiritual, y el autor no pretendió que fueran un manual de instrucciones sobre la fe católica en la doctrina y dogmas cristianos.



De mente inquieta y casi revolucionaria, De Mello prosiguió su formación personal interesándose por diversas tradiciones religiosas asiáticas y del Medio Oriente. 

Captó enseguida que los cuentos y los pequeños relatos —nacidos en la profunda noche de los tiempos, como una forma de transmisión de enseñanzas—, seguían siendo tan válidos y necesarios hoy en día como lo habían sido siempre. 

Es por ello que muchos de los libros que siguió escribiendo De Mello fueron una recopilación y adaptación de estas enseñanzas de origen sufí y zen, relatos del medio oriente, dichos y hechos que aparecen en las leyendas hindúes y también de las mismas enseñanzas cristianas y judías.

El común denominador entre todos estos cuentos breves —generalmente de una sola página— es su cualidad paradójica.

Con ello, Tony pretendía ofrecer un revulsivo a las personas que sentían un interés en la espiritualidad, pero que tenían las mentes adormecidas; consciente del embotamiento que había producido en el cristianismo occidental décadas de formalismo moral y doctrinal, sabía que para que la fuente de los prodigios brotara de nuevo hacía falta remover los rescoldos del fondo del pozo. Y este es el efecto que producen sus narraciones: una confusión paradójica que apunta a un despertar.

Tarde o temprano estas enseñanzas tradicionales —y revolucionarias— encontraron sus detractores, que acusaron a De Mello de olvidar el aspecto formal de la religión cristiana para lanzarse a una exploración sin límites que diluía las enseñanzas de unas y otras religiones.

Algo de cierto habrá en ello, pues algunos cuentos apuntan a un lugar que va más allá de la doctrina: abren un espacio al misticismo, en el que encuentran su fuente diversas tradiciones espirituales.

Aun así, y quizás por este motivo, la aceptación popular de sus libros ha sido más que fenomenal: han sido traducidos a más de 40 idiomas de todo el mundo, y muchas personas —cristianas o agnósticas—, han reconocido que Anthony de Mello tendió un puente espiritual entre oriente y occidente un puente que tiene circulación en ambos sentidos.

Anécdota

El jesuita Anthony de Mello  
escribió una vez :

«Nadie puede decir que ha alcanzado el pináculo de la Verdad», entonces por esta cita hasta un millar de personas sinceras le han denunciado por blasfemia.
 
     


6 cuentos breves de Tony de Mello


 

1

Los muros que nos aprisionan son mentales, no reales.

Un oso recorría constantemente, arriba y abajo, los seis metros de largo de la jaula.

Cuando, al cabo de cinco años, quitaron la jaula, el oso siguió recorriendo arriba y abajo los mismos seis metros, como si aún estuviera en la jaula

…Y lo estaba... para él...

2

Nuestros enemigos no son los que nos odian, sino aquellos a quienes nosotros odiamos.

Un ex-convicto de un campo de concentración nazi fue a visitar a un amigo que había compartido con él tan penosa experiencia.

—”¿Has olvidado ya a los nazis?” —le pregunto a su amigo.

—“Si” —dijo este.

—”Pues yo no. Aún sigo odiándolos con toda mi alma.”

Su amigo le dijo apaciblemente:

—”Entonces,  aún siguen teniéndote prisionero.”


3

La mayoría de las veces, los defectos que vemos en los demás son nuestros propios defectos.

—“Perdone, señor” —dijo el tímido estudiante—, “pero no he sido capaz de descifrar lo que me escribió usted al margen en mi último examen....”

—“Le decía que escriba usted de un modo más legible” —le replicó el profesor.


4

El poder del miedo

La Peste se dirigía a Damasco y pasó velozmente junto a la tienda del jefe de una caravana en el desierto.

—“¿Adónde vas con tanta prisa?” —Le pregunto el jefe.

—“A Damasco. Pienso cobrarme un millar de vidas.”

De regreso de Damasco, la Peste pasó de nuevo junto a la caravana. 

Entonces le dijo el jefe:

—“¡Ya sé que te has cobrado 50.000 vidas, no el millar que habías dicho!.”

—“No” —le respondió la Peste. 

—“Yo sólo me he cobrado mil vidas. El resto se las ha llevado el Miedo.”


5

Felicidad

Decía un anciano que sólo se había quejado una vez en toda su vida. 

Cuando iba con los pies descalzos y no tenía dinero para comprar zapatos.

Entonces vio a un hombre feliz que no tenía pies.

Y nunca volvió a quejarse.


6

Diógenes

Estaba el filósofo Diógenes cenando lentejas cuando le vio el filósofo Aristipo, que vivía confortablemente a base de adular al rey.

Y le dijo Aristipo:

—"Si aprendieras a ser sumiso al rey, no tendrías que comer esa basura de lentejas".

A lo que replicó Diógenes:

—"Si hubieras tú aprendido a comer lentejas, no tendrías que adular al rey".