martes, 30 de abril de 2013

ZAPALLO QUE SE HIZO COSMOS - Macedonio Fernandez




Macedonio Fernández
argentino ; 1874-1952


Un cuento para reflexionar...




EL ZAPALLO QUE SE HIZO COSMOS

Érase un zapallo creciendo solitario en ricas tierras del Chaco. 

 
Favorecido por una zona excepcional que le daba de todo, criado con libertad y sin remedios fue desarrollándose con el agua natural y la luz solar en condiciones óptimas, como una verdadera esperanza de la Vida. 


Su historia íntima nos cuenta que iba alimentándose a expensas de las plantas más débiles de su contorno, darwinianamente; siento tener que decirlo, haciéndolo antipático.


Pero la historia externa es la que nos interesa, ésa que sólo podrían relatar los azorados habitantes del Chaco que iban a verse envueltos en la pulpa zapallar, absorbidos por sus poderosos raíces.


La primera noticia que se tuvo de su existencia fue la de los sonoros crujidos del simple natural crecimiento. 



Los primeros colonos que lo vieron habrían de espantarse, pues ya entonces pesaría varias toneladas y aumentaba de volumen instante a instante.


Ya medía una legua de diámetro cuando llegaron los primeros hacheros mandados por las autoridades para seccionarle el tronco, ya de doscientos metros de circunferencia; los obreros desistían más que por la fatiga de la labor por los ruidos espeluznantes de ciertos movimientos de equilibración, impuestos por la inestabilidad de su volumen que crecía por saltos.

Cundía el pavor.

Es imposible ahora aproximársele, porque se hace el vacío en su entorno, mientras las raíces imposibles de cortar siguen creciendo.

En la desesperación de vérselo venir encima, se piensa en sujetarlo con cables. 


En vano.

Comienza a divisarse desde Montevideo, desde donde se divisa pronto lo irregular nuestro, como nosotros desde aquí observamos lo inestable de Europa.


Ya se apresta a saberse el Río de la Plata.

Como no hay tiempo de reunir una conferencia panamericana —Ginebra y las cancillerías europeas están advertidas—, cada uno discurre y propone lo eficaz.


¿Lucha, conciliación, suscitación de un sentimiento piadoso en el Zapallo, súplica, armisticio? Se piensa en hacer crecer otro zapallo en el Japón, mimándolo para apresurar al máximo su prosperación, hasta que se encuentren y se entredestryan, sin que, empero, ninguno sobrezapalle al otro.


¿Y el ejército?

Opiniones de los científicos; qué pensaron los niños, encantados seguramente; emociones de las señoras; indignación de un procurador, entusiasmo de un agrimensor y de un toma-medidas de sastrería; indumentaria para el Zapallo; una cocinera que se le planta delante y lo examina, retirándose una legua por día; un serrucho que siente su nada.


¿Y Einstein?

Frente a la facultad de medicina alguien que insinúa: ¿purgarlo? 

Todas estas primeras chanzas habían cesado.

Llegaba demasiado urgente el momento en que lo que más convenía era mudarse adentro. 
 

Bastante ridículo y humillante es el meterse en él con precipitación, aunque se olvide el reloj o el sombrero en alguna parte y apagando previamente el cigarrillo, porque ya no va quedando mundo fuera del zapallo.

A medida que crece es más rápido su ritmo de dilación; no bien es una cosa ya es otra; no ha alcanzado la figura de un buque que ya parece una isla.

Sus poros ya tienen cinco metros de diámetro, ya veinte, ya cincuenta.


Parece presentir que todavía el cosmos podría producir un cataclismo para perderlo, un maremoto o una hendidura de América.

¿No preferirá, por amor propio, estallar, astillarse, antes de ser metido dentro de un Zapallo?


Para verlo crecer volamos en avión; es una cordillera flotando sobre el mar.


Los hombres son absorbidos como moscas; los coreanos, en la antípoda, se santiguan y saben su suerte es cuestión de horas.

El Cosmos desata, en el paroxismo, el combate final.

Despeña formidables tempestades, radiaciones insospechadas, temblores de tierra, quizá reservados desde su origen por si tuviera que luchar con otro mundo.

¡Cuidaos de toda célula que ande cerca de vosotros!

¡Basta que una de ellas encuentre su todocomodidad de vivir!! 

¿Por qué no se nos advirtió? El alma de cada célula dice despacito: "yo quiero apoderarme de todo el ‘stock’, de toda la ‘existencia en plaza’ de Materia, llenar el espacio, y, tal vez, los espacios siderales; yo puedo ser el Individuo-Universo, la Persona Inmortal del Mundo, el latido único".

Nosotros no la escuchamos ¡y nos hallamos en la inminencia de un Mundo de Zapallo, con los hombres, las ciudades y las almas dentro!

¿Que puede herirlo ya? 

 

Es cuestión de que el Zapallo se sirva sus últimos apetitos para su sosiego final.

Apenas le faltan Australia y Polinesia.

Perros que no vivían más que quince años, zapallos que apenas resistían uno y hombres que raramente llegaban a los cien…

¡Así es la sorpresa! 



Decíamos: es un monstruo que no puede durar.

Y aquí nos tenéis adentro.

¿Nacer y morir para nacer y morir…?, se habrá dicho el Zapallo: ¡oh, ya no!


El escorpión, cuando se siente inhábil o en inferioridad se pica a sí mismo y se aniquila, parte al instante al depósito de la vida escorpiónica para su nueva esperanza de perduración; se envenena sólo para que le den vida nueva.

 

¿Por qué no configurar el Escorpión, el Pino, la Lombriz, el Hombre, la Cigüeña, el Ruiseñor, la Hiedra, inmortales? Y por sobre todos el Zapallo, Personación del Cosmos, con los jugadores de póker viendo tranquilamente y alternando los enamorados, todo en el espacio diáfano y unitario del Zapallo.


Practicamos sinceramente la Metafísica Cucurbitácea.

Nos convencimos de que, dada la relatividad de las magnitudes todas, nadie de nosotros sabrá nunca si vive o no dentro de un zapallo y hasta dentro de un ataúd y si no seremos células del Plasma Inmortal.

Tenía que suceder: Totalidad todo Interna, Limitada, Inmóvil (sin Traslación), sin Relación, por ello sin Muerte.

Parece que en estos últimos momentos, según coincidencia de signos, el Zapallo se alista para conquistar no ya la pobre Tierra, sino la Creación.


Al parecer, prepara su desafío contra la Vía Láctea. 

 
Días más, y el Zapallo será el ser, la realidad y su Cáscara.



(El Zapallo me ha permitido que para vosotros —querdios cofrades de la Zapallería— yo escriba mal y pobre su leyenda y su historia. Vivimos en ese mundo que todos sabíamos, pero todo en cáscara ahora, con relaciones sólo internas y, así, sin muerte. Esto es mejor que antes.)

 
















domingo, 28 de abril de 2013

EL OTRO — Jorge Luis Borges










Jorge Luis Borges



EL OTRO

El hecho ocurrió el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge.

No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón.

Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí. 

Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. 

Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.

Serían las diez de la mañana. 

Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. 

A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. 

El agua gris acarreaba largos trozos de hielo.

Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo.

La milenaria imagen de Heráclito*

*[Al final de este relato agrego una nota sobre Heráclito. (Yo El Blogger)].

Yo había dormido bien, mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. 

No había un alma a la vista.

Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento.

En la otra punta de mi banco alguien se había sentado.

Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. 

El otro se había puesto a silbar. 

Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana.

Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules.

El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y la memoria de Alvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. 

Luego vinieron las palabras.

Eran las de la décima del principio. 

La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Alvaro. 

La reconocí con horror.

Me le acerqué y le dije:

—Señor, ¿usted es oriental o argentino?

—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue la contestación.

Hubo un silencio largo. Le pregunté:

—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?

Me contestó que si.

—En tal caso —le dije resueltamente— usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.

—No —me respondió con mi propia voz un poco lejana.

Al cabo de un tiempo insistió:

—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.

Yo le contesté:

—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo de Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres de volúmenes de Las mil y una noches de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza Dubourg.

—Dufour —corrigió.

—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?

—No —respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.

La objeción era justa. Le contesté:

—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.

—¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad.

Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:

—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?

Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:

—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejía; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente."Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, ¿en casa como están?

—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.

Vaciló y me dijo:

—¿Y usted?

No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados.Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.

Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros.

Cambié. Cambié de tono y proseguí:

—En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterllo. Buenos Aires, hacía mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.

Noté que apenas me prestaba atención. 

El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. 

Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. 

Vi que apretaba entre las manos un libro.

Le pregunté qué era.

—Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski —me replicó no sin vanidad.

—Se me ha desdibujado. ¿Que tal es?

No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.

—El maestro ruso —dictaminó— ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava.

Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.

Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.

Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.

Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.

—La verdad es que no —me respondió con cierta sorpresa.

Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.

—¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.

Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres. 

El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época. 

Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. 

Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. 

Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.

—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté— no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentencio algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.

Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. 

Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. 

Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados.

Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. 

Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. 

La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. 

Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.

Casi no me escuchaba. De pronto dijo:

—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?

No había pensado en esa dificultad . Le respondí sin convicción:

—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.

Aventuró una tímida pregunta:

—¿Cómo anda su memoria?

Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años; un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:

—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.

Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.

Una brusca idea se me ocurrió.

—Yo te puedo probar inmediatamente —le dije— que no estás soñando conmigo.

Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.

Lentamente entoné la famosa línea:

L'hydre - univers tordant son corps écaillé d'astres [La hydra - el universo girando su cuerpo con escamas de estrellas].  

Sentí su casi temeroso estupor. 

Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.

—Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.

Hugo nos había unido.

Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.

—Si Whitman la ha cantado —observé— es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.

Se quedó mirándome.

—Usted no lo conoce —exclamó—. Whitman es capaz de mentir.

Medio siglo no pasa en vano. 

Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos.

Eramos demasiado distintos y demasiado parecidos. 

No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el dialogo. 

Cada uno de los dos era el remendo cricaturesco del otro. 

La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. 

Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy.

De pronto recordé una fantasía de Coleridge. 

Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. 

Al despertarse, ahí está la flor.

 Se me ocurrió un artificio análogo.

—Oí —le dije—, ¿tenés algún dinero?

—Sí — me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.

—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge, y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.

Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. 

Sin comprender me ofreció uno de los primeros.

Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. 

Lo examinó con avidez.

—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro. (Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)

—Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados. No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.

Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.

Yo resolví tirarla al río. 

El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.

Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. 

Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.

Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. 

Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. 

Le dije que iban a venir a buscarme.

—¿A buscarlo? —me interrogó.

—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano. 

Nos despedimos sin habernos tocado. 

Al día siguiente no fui. 

El otro tampoco habrá ido.

He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. 

Creo haber descubierto la clave. 

El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el encuentro.

El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. 

Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.



Algo sobre Heráclito

Heráclito de Éfeso, conocido también como «El Oscuro de Éfeso», fue un filósofo griego. 

Nació hacia el año 535 antes de nuestra era y falleció hacia el 484 antes de nuestra era.

La obra de Heráclito es netamente aforística.

Heráclito afirma que el fundamento de todo está en el cambio incesante.

El ente deviene y todo se transforma en un proceso de continuo nacimiento y destrucción al que nada escapa.

Es común incluir a Heráclito entre los primeros filósofos físicos, que pensaban que el mundo procedía de un principio natural (como el agua para Tales, el aire para Anaxímenes y el Ápeiron para Anaximandro), y este error de clasificación se debe a que, para Heráclito, este principio es el fuego, lo cual no debe leerse en un sentido literal, pues es una metáfora como, a su vez, lo eran para Tales y Anaxímenes. 

El principio del fuego refiere al movimiento y cambio constante en el que se encuentra el mundo. Esta permanente movilidad se fundamenta en una estructura de contrarios. 

La contradicción está en el origen de todas las cosas.

Todo este fluir está regido por una ley que él denomina Logos. 

Este Logos no sólo rige el devenir del mundo, sino que le habla al hombre, aunque la mayoría de las personas «no sabe escuchar ni hablar». 

El orden real coincide con el orden de la razón, una «armonía invisible, mejor que la visible», aunque Heráclito se lamenta de que la mayoría de las personas viva relegada a su propio mundo, incapaces de ver el real. 

Si bien Heráclito no desprecia el uso de los sentidos (como Platón) y los cree indispensables para comprender la realidad, sostiene que con ellos no basta y que es igualmente necesario el uso de la inteligencia, como afirma en el siguiente e importante fragmento:

Se engañan los hombres [...] acerca del conocimiento de las cosas manifiestas, de la misma manera que Homero, que fue [considerado] el más sabio de todos los griegos. 

A él, en efecto, unos niños que mataban piojos lo engañaron, diciéndole: "cuantos vimos y atrapamos, tantos dejamos; cuantos ni vimos ni atrapamos, tantos llevamos".

Al uso de los sentidos y de la inteligencia, hay que agregarle una actitud crítica e indagadora. 

La mera acumulación de saberes no forma al verdadero sabio, porque para Heráclito lo sabio es «uno y una sola cosa», esto es, la teoría de los opuestos. 

Quizás el fragmento más conocido de su obra dice:

En los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos].

De Heráclito es también la doctrina cosmológica del eterno retorno: la transformación universal tiene dos etapas que se suceden cíclicamente: una descendente por contracción o condensación, y otra ascendente por dilatación.

Algunas frases de Heráclito:

«En los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos]» (citado erróneamente, debido a una obra de Platón, como «Ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río»).

«La armonía invisible es mayor que la armonía visible».

«Ni aun recorriendo todo camino llegarás a encontrar los límites del alma; tan profundo logos tiene».

«Pero aunque el logos es común, casi todos viven como si tuvieran un inteligencia particular».

«Conviene saber que la guerra es común a todas las cosas y que la justicia es discordia».

Heráclito reprocha al poeta que dijo:

 «¡Ojalá se extinguiera la discordia de entre los dioses y los hombres!», a lo que responde: 

«Pues no habría armonía si no hubiese agudo y grave, ni animales si no hubiera hembra y macho, que están en oposición mutua».