sábado, 23 de febrero de 2013

Dos cuentos de Hermann Hesse




Dos cuentos de Hermann Hesse




La ejecución



En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. 

Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. 

Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo (trozo de madera sobre el cual se decapitaba a los condenados) a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. 

La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. 

Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.

—¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado —se preguntaban unos a otros los discípulos— para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.

—Supongo que será un hereje —dijo el maestro con tristeza.

Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.

—Es un hereje —decía la gente muy indignada—. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!

Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:

—¿Cómo lo adivinaste, maestro?

Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:

—No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.





 Parábola china




Un anciano llamado Chunglang, que quiere decir «Maese La Roca», tenía una pequeña propiedad en la montaña. 

Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.



Sin embargo el anciano replicó:

—¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Y hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una manada de caballos cimarrones.


 
De nuevo se presentaron los vecinos y lo felicitaron por su buena suerte.

Pero el viejo de la montaña les dijo:

—¡Quién sabe si eso ha sido un suceso afortunado!

Como tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un día se cayó y se rompió una pierna. 



Otra vez los vecinos fueron a darle el pésame, y nuevamente les replicó el viejo:

—¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Al año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de «los Varas Largas». 



Reclutaban jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar su litera.

Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se lo llevaron.

Chunglang sonreía.




lunes, 18 de febrero de 2013

Cirugía - Un cuento de Anton Chejov



Anton  Chejov





 



 Un  cuento  de  Anton  Chejov


Cirugía



Estamos en un hospital del Zemstvo. 




A falta de doctor, que se ausentó para contraer matrimonio, recibe a los enfermos el practicante Kuriatin.

Es un hombre grueso que ronda los cuarenta; viste una raída chaqueta de seda cruda y pantalones usados de lana.

En su rostro se refleja el sentimiento de que cumple su deber y se encuentra satisfecho. 



Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda sostiene un cigarro que despide un humo pestilente.

 

En la sala de visitas entra el sacristán Vonmiglásov. 

Es un viejo alto y robusto, que viste una sotana pardusca ceñida con un ancho cinturón de cuero. 

El ojo derecho, atacado de cataratas, lo tiene medio cerrado; en la nariz ostenta una verruga que de lejos se asemeja a una mosca grande. 


En un primer momento el sacristán busca con los ojos el icono y, al no encontrarlo, se persigna ante una bombona que contiene una disolución de ácido fénico; luego saca un trozo de pan bendito, que traía envuelto en un pañuelo rojo, y, haciendo una inclinación, lo coloca ante el practicante.

—Ah... Mis respetos —bosteza el practicante—. ¿Qué le trae por aquí?

—Le deseo un buen domingo, Serguei Kuzmich... Tengo necesidad de sus servicios... Con razón se dice, y usted me perdonará, en el Salterio: «Mi bebida está mezclada con lágrimas.» El otro día me disponía con mi vieja a tomar el té y no pude ni probarlo, ni tomar un bocado; era como para morirse... Tomé un sorbo y sentí un dolor horrible en una muela y en toda esta parte... ¡Qué dolor, Dios mío! En el oído, perdóneme, parecía como si me hubieran metido un clavo u otro objeto. ¡Qué punzadas, qué punzadas! He pecado, no observé la ley... Mi alma se ha endurecido con vergonzosos pecados, he pasado la vida en la pereza... ¡Por mis pecados, Serguei Kuzmich, por mis pecados! El reverendo padre, después de los oficios litúrgicos, me lo echa en cara; «Tartamudeas, Efim, tu voz es gangosa. No hay manera de entender nada cuando cantas.» Pero ¿cómo quiere que cante, si me es imposible abrir la boca, tengo el carrillo hinchado y no he podido pegar ojo en toda la noche?

—Ya veo... Siéntese... Abra la boca.

Vonmiglásov se sienta y abre la boca.

Kuriatin arruga el ceño, mira y, entre las muelas que el tabaco y el tiempo han puesto amarillas, ve una adornada con un resplandeciente agujero.



—El padre diácono me aconsejó que me aplicara vodka con rábano, pero esto no me ha proporcionado ningún alivio. Glikeria Anísimovna, que Dios le conceda salud, me dio un hilo traído del monte Athos para que lo llevara atado al brazo y me dijo que hiciera buches de leche tibia. El hilo me lo puse, pero lo de la leche no lo cumplí: temo a Dios, estamos en Cuaresma...

—Es un prejuicio... —Pausa—. Hay que extraerla, Efim Mijéich.

—Usted sabrá, Serguei Kuzmich. Para eso estudió, para comprender estas cosas tal como son, lo que hay que extraer y lo que se puede remediar con gotas o algo por el estilo... Para eso está aquí, que Dios le dé salud, para que recemos por usted día y noche... como si fuera nuestro propio padre... hasta el fin de nuestros días...

—Tonterías... —replica el practicante en un rasgo de modestia, mientras busca en el armario del instrumental—. La cirugía es una cosa muy sencilla... todo es cuestión de práctica y de buen pulso... En un instante acaba uno... El otro día, lo mismo que usted, vino el propietario Alexander Ivánich Eguípetski... También con una muela... Es un hombre culto, todo lo pregunta, quiere saber el porqué y el cómo. Me estrechó la mano, me llamó por el nombre y el patronímico... Vivió siete años en Petersburgo y conoce allí a todos los profesores... Estuvo un buen rato conmigo... «Por nuestro Señor Jesucristo», me suplicaba, «extráigamela, Serguei Kuzmich.» ¿Por qué no hacerlo? Se la podía extraer. Lo único que hace falta es comprender las cosas... Hay muelas y muelas. Unas se sacan con fórceps, otras con el pie de cabra, otras con la llave... Según los casos.


El practicante toma el pie de cabra, lo mira interrogativamente, luego lo deja y toma los fórceps.

—A ver, abra más la boca... —dice, acercándose al sacristán con los fórceps—. Ahora mismo... Es cosa de un momento... Tendré que hacerle una incisión en la encía... efectuar la tracción según el eje vertical... y eso es todo... —Hace la incisión—. Y eso es todo...

—Usted es nuestro protector... Nosotros, estúpidos, somos unos ignorantes, pero a usted lo iluminó el Señor...

—No hable con la boca abierta... Esta muela es fácil de extraer, a veces uno no encuentra más que raigones... Pero ésta es cosa de nada... —aplica los fórceps—. Quieto, no se mueva... En un abrir y cerrar de ojos... —Efectúa la tracción—. Lo principal es agarrarla lo más hondo posible —Tira... —Para que la corona no se rompa...

 
—Padre nuestro... Virgen Santísima... Ay...

—Así no... así no... ¿A ver? ¡No me agarre! ¡Suélteme! —Tira—. Ahora... Así, así... La cosa no es tan fácil...

—¡Santos padres!... —grita—. ¡Ángeles del cielo! ¡Ay, ay! ¡Pero tira ya, tira! ¿Te vas a pasar cinco años para arrancarla?

—Esto de la cirugía... De un golpe no es posible... Ahora, ahora...

Vonmiglásov levanta las rodillas hasta la altura de los codos, mueve los dedos, los ojos se le desorbitan, respira fatigosamente... Su cara, congestionada, se cubre de sudor, los ojos se le llenan de lágrimas. Kuriatin resopla, se mueve ante el sacristán y sigue tirando... Transcurre medio minuto horroroso y los fórceps se escurren de la muela. El sacristán se pone en pie de un salto y se mete los dedos en la boca. La muela sigue en su sitio.

—¡Vaya manera de tirar! —dice con voz llorosa y, al mismo tiempo, burlona—. ¡Ojalá tiren así de ti en el otro mundo! ¡Muchísimas gracias! ¡Si no sabes sacar muelas, no te metas a hacerlo! No veo ni la luz...

—¿Y tú por qué me agarrabas de ese modo? —se irrita el practicante—. Cuando yo tiraba, me empujabas en el brazo y no cesabas de decir estupideces... ¡Imbécil!

—¡El imbécil serás tú!

—¿Crees, mujik (campesino ruso anterior a la revolución soviética) , que es fácil extraer una muela? ¡A ver, prueba tú! ¡No es como subir a la torre de la iglesia y repicar las campanas! —Remedándole—. «¡No sabes, no sabes!» ¿Quién eres tú para decirlo? Al señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, le extraje una muela y no protestó para nada... Es un hombre mucho más distinguido que tú; no me agarraba... ¡Siéntate! ¡Te digo que te sientes!

—No veo nada... Espera a que recobre el aliento... ¡Oh!

Se sienta.

—Pero no te entretengas tanto, tira fuerte. No te entretengas y tira... ¡De una vez!




—No me des lecciones. ¡Señor, qué gente más ignorante! Es para volverse loco... Abre la boca... —Aplica los fórceps—. La cirugía, hermano, no es una broma... No es lo mismo que cantar en el coro... —Hace la tracción—. No te muevas. Se ve que la muela es vieja; las raíces son muy hondas... —Tira—. No te muevas... Así... así... No te muevas... Ahora, ahora... —Se oye un crujido—. ¡Ya lo sabía!

 

Vonmiglásov permanece unos instantes inmóvil, como si hubiera perdido el conocimiento. Está aturdido... Sus ojos miran estúpidamente al espacio y su pálida cara está bañada en sudor.

—Si hubiera usado el pie de cabra... —balbucea el practicante—. ¡Buena la hemos hecho!


Volviendo en sí, el sacristán se mete los dedos en la boca y en el sitio de la muela enferma encuentra dos salientes.

—Diablo sarnoso... —gruñe— ¡Te han puesto aquí para nuestra desgracia!

—Todavía vienes con insultos... —protesta el practicante, colocando los fórceps en el armario—. Eres un ignorante... En el seminario no te zurraron bastante... El señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, vivió siete años en Petersburgo... es un hombre culto... lleva trajes de cien rublos... y no me insultó... ¿Y tú, qué gallinácea eres? ¡No te pasará nada, no te morirás por eso!

El sacristán coge el pan bendito de la mesa y, con la mano en la mejilla, se va por donde había venido...

 


F I N