martes, 17 de diciembre de 2013

RESPECTO A LAS FIESTAS DE FIN DE AÑO



NOTA:

ESTE SPOT ES EL MISMO 
QUE SUBÍ HACE UN AÑO





SOLSTICIO



Solsticio : Es la época en que el Sol se halla en uno de los dos trópicos, lo cual sucede del 21 al 22 de junio para el de Cáncer, y del 21 al 22 de diciembre para el de Capricornio; el de invierno, que hace en el hemisferio boreal el día menor y la noche mayor del año, y en el hemisferio austral todo lo contrario; el de verano, que hace en el hemisferio boreal el día mayor y la noche menor del año, y en el hemisferio austral todo lo contrario.




¡Feliz navidad!

¿No te molesta, que te den buenos deseos en ocasión de navidad? 

Ahora parece, que todos hacen una pausa (descansan) en la batalla por la vida, sobre una cotidiana acción innoble favorablemente al propio provecho, y todos nosotros somos buenos, agradables y deseamos lo mejor unos a los otros, aunque nadie desaprueba remarcar esto, que lo mejor para algunos es lo peor para los demás.

A mí ya me molesta eso sobre buenos deseos puntuales y de la estación, principalmente porque es el nacimiento del hijo de dios, quien —sin mirarlo, incluso él fue hijo de dios, hasta ese incluso existe, ¿no?— ya sabemos, que él no nació en diciembre.

El verdadero papa de esos tiempos, Constantino el Grande, emperador de Roma, decidió en el siglo IV, que las fiestas invernales del 21 de diciembre, cuando el día es más corto, es esa ocasión adecuada para honorar el día del nacimiento de Jesús.

Sabemos, que en esos días, el emperador decidió, y el papa obedeció, porque temía sobre su poder, a quien la iglesia católica debía ganar para el futuro.

Y también, antes de ese momento los cristianos no celebraban el nacimiento de Jesús porque ellos no sabían cuando ese nacimiento había ocurrido.

Entre otras cosas, porque ellos no leyeron el evangelio, quienes no se definieron acerca de esto hasta 2 siglos después. 

Pero si se leen cuidadosamente esos documentos, se verá, que los pastores (de carneros) duermen sobre la tierra (suelo), cuando los ángeles vinieron a decirles a ellos, ¡que el hijo de dios ya había nacido!
Bien, se sabe, que en la montaña cercana a Belén hacía mucho frío, e invernalmente era mortal dormir allí mismo. 

Seguidamente, no fue invierno, pero entre marzo y septiembre. Se calcula ahora, que estaban alrededor de junio.

Pero los romanos todavía no sabían acerca de tales técnicas: ellos sólo sabían, que diariamente hay fiesta en honor al sol, posiblemente tomado del culto a Mitra, diosa de medio oriente, y ellos festejaban y no se preguntaban acerca del asunto.

Nosotros sabemos, que el pueblo romano vivía sólo para pan y espectáculos. (O sea: pan y circo, igual como en la actualidad).

Consecuentemente, la navidad es la renovación de una fiesta pagana, la cual en sí misma es ateísta y no debería encontrar molestia, porque eso es un certificado, de que los cristianos son de alguna manera ateístas.

Pero los ateístas habitualmente son personas éticas, y no son congrurentes a esa ética, que se participe en general de una alegría ocasional de engaño.

También, es un engaño esencial en esos buenos deseos, porque si se desea felicidad en navidad, se desea eso sólo durante un día, u ocasionalmente de un día (algunas horas, de hecho), aniversario (efeméride) de algo, que ocurrió hace 2.000 años —más o menos, porque la cronología oficial también desliza sobre los años exactos— y además, la noche buena o víspera de navidad y el día de navidad son uno o dos días, ¿pero qué pasa acerca de los demás días? 

Por eso prefiero dar los buenos deseos en las fiestas invernales, y a aquellos, los cuales no tienen ellos, desear, que él o ella también pueda tenerlos pronto.

Seguidamente, yo les deseo una fiesta feliz de invierno a todos ustedes.

Pero no se frustren al ver que todos ustedes, pues hacer las cosas más buenas para ciertas personas no es solamente desearles algunas cosas, sino trabajar para otras personas. ¡Y todos los días del año!

Jesuo de las Heras, España.




Les deseo a todos una feliz fiesta de la estación del solsticio en agradable compañía y un exitoso año próximo.


Yo el Blogger    







jueves, 12 de diciembre de 2013

UN CUERPO DE MUJER - Ryunosuke Akutagawa







Ryunosuke Akutagawa
Tokio, 1892-1927


UN CUERPO DE MUJER

Una noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto a causa del insoportable calor.

Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se había entregado a hilvanar fogosas fantasías cuando se percató de que había una pulga avanzando por el borde de la cama.

En la penumbra de la habitación la vio arrastrar su diminuto lomo fulgurando como polvo de plata rumbo al hombro de su mujer que dormía a su lado.
Desnuda, yacía profundamente dormida, y oyó que respiraba dulcemente, la cabeza y el cuerpo volteados hacia su lado.

Observando el avance indolente de la pulga, Yang reflexionó sobre la realidad de aquellas criaturas.

Una pulga necesita una hora para llegar a un sitio que está a dos o tres pasos nuestros, aparte de que todo su espacio se reduce a una cama "Muy tediosa sería mi vida de haber nacido pulga..."
Dominado por estos pensamientos, su conciencia se empezó a oscurecer lentamente y sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo abismo de un extraño trance que no era ni sueño ni realidad. Imperceptiblemente, justo cuando se sintió despierto, vio, asombrado, que su alma había penetrado el cuerpo de la pulga que durante todo aquel tiempo avanzaba sin prisa por la cama, guiada por un acre olor a sudor.

Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía, pese a ser una situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro.


En el camino se alzaba una encumbrada montaña cuya forma más o menos redondeada aparecía suspendida de su cima como una estalactita, alzándose más allá de la vista y descendiendo hacia la cama donde se encontraba.

La base medio redonda de la montaña, contigua a la cama, tenía el aspecto de una granada tan encendida que daba la impresión de contener fuego almacenado en su seno.

Salvo esta base, el resto de la armoniosa montaña era blancuzco, compuesto de la masa nívea de una sustancia grasa, tierna y pulida.

La vasta superficie de la montaña bañada en luz despedía un lustre ligeramente ambarino que se curvaba hacia el cielo como un arco de belleza exquisita, a la par que su ladera oscura refulgía como una nieve azulada bajo la luz de la luna.


Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó la mirada atónita en aquella montaña de inusitada belleza.

Pero cuál no sería su asombro al comprobar que la montaña era uno de los pechos de su mujer.

Poniendo a un lado el amor, el odio y el deseo carnal, Yang contempló aquel pecho enorme que parecía una montaña de marfil.

En el colmo de la admiración permaneció un largo rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo al acre olor a sudor.

No se había dado cuenta, hasta volverse una pulga, de la belleza aparente de su mujer.

Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico a la belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga.




miércoles, 11 de diciembre de 2013

EN HONOR DE YAYÁ - Marco Denevi




 Marco Denevi


 

EN HONOR DE YAYÁ

¿Alguien, entre ustedes, ha conocido la peluquería de Doménico Scricamusuzzo, alias Musú? Estaba en la calle Reconquista, en el barrio de los Bancos, las agencias de cambio y las oficinas de los corredores de Bolsa, un barrio que en los días de trabjo parece de fiesta y en los días de fiesta un cementerio y por la noche, siempre, un ghetto después del toque de queda. Allí abrió Musú la peluqueria.

No se equivocó. Una clientela fija, estable, de hombres de negocios, de hombres formales, de buen pasar, todos de edad madura, muchos extranjeros, algunos ingleses (fue uno de estos ingleses el que un día lo llamó Musú, porque ningún inglés, salvo que haya enloquecido antes, se sentiría capaz de pronunciar el apellido Scaricamusuzzo, y aquel Musú les pareció a todos, incluido Musú, tan bello, tan eufónico y musical, fue ran reído y festejado por todos que ya nadie lo llamó de otra manera), decía que una clientela de afeitada diaria, corte semanal de pelo, fomentos, colonia, uñas manicuradas y mano larga para la propinas le permitió, al cabo de un tiempo, retirarse del oficio y convertido en don Musú, gordo, pesado y solemne como un abad, instalarse frente a la caja registradora, detrás del mostrador, en un pequeño vestíbulo, y desde ese trono vender billetes de lotería, conversar con los conocidos y los desconocidos y vigilar a los ocho oficiales de la peluquería, paisanos suyos, sicilianos como él.

Los ocho oficiales eran altos, eran bajos, eran gordos, eran flacos, eran jóvenes, eran viejos, se renovaban, se jubilaban, se volvían a Italia, se morían, pero eran siempre los ocho mejores peluqueros del mundo. La navaja cantaba, en sus manos, sobre la cara del cliente. Las tijeras no cortaban, esculpían. Además, sabían el secreto. El hombre que va a la peluquería quiere que le corten el pelo pero, al revés de la mujer, no quiere que se note. Con el pelo recién cortado, un hombre se siente incómodo, le parece que todos lo miran. Los ocho sicilianos de Musú hoy le cortaban a uno el pelo y era como si se lo hubiesen cortado antes de ayer. Se saltaban dos días. Y había quien se saltaba todos los días y lo mantenía al cliente en una eternidad de cabellos sin crecer más de lo debido. Ya no quedan de esos artistas.

Nicola, el lustrabotas, también era siciliano. Un hombre de pómulos encendidos, ojos negros, pelo negro, manos negras de betún, alma ennegrecida por el dolor, torvo y silencioso. No se le podía hacer una broma sin que maldijera como un energúmeno. Había que perdonarlo y dejarlo tranquilo. Había que perdonarlo porque en Siracusa, en el año 22, le mataron a sus tres hijos, en la mesa, mientras comían. Se los mató la maffia delante de su mujer, que después murió del disgusto. Por lo demás, era el mejor lustrabotaas del mundo. Uno se sentaba con los zapatos viejos y polvorientos y se levantaba con un par de zapatos flamantes, recién salidos de la fábrica. Por diez centavos uno no pagaba una lustrada, pagaba un nuevo calzado. Llovían las propinas. Pero Nicola embolsaba el dinero sin mirarlo (no le interesaba el dinero, le interesaba vengar a aquellos tres inocentes, lindos como pimpollos), barría taciturnamente el piso, vigilaba el autoclave de los fomentos, se sentaba en un rincón a meditar su venganza y cuando el cliente se iba él lo despedía con una fugaz cepillada a la ropa.

Estaba, pues, Musú. Estaban los ocho oficiales. Estaba Nicola. Diez sicilianos. Y entre esos diez sicilianos estaba Yayá. La mejor manicura del mundo, sin discusión. Yayá no arreglaba las uñas, las cambiaba por otras. En el lugar de la uña ponía un pétalo de rosa, la escama de una sirena, un trocito de cristal de Murano. Húmeda de rocío o pulida y seca como mármol de Carrara. Blanca o ligeramente sonrosada. Redonda o en forma de almendra. Uno podía elegir. Cuando Yayá lo soltaba, el cliente se veía dueño de unas manos de príncipe. Daba gusto moverlas, hacer un ademán y que las uñas echasen un reflejo. Gracias a Yayá uno estaba orgulloso de algo hasta entonces tan insignificante como las uñas. Y qué delicadez para arrancar las cutículas, para extirpar algún padrastro, qué paciencia en frotar con el polissoir hasta que la uña más fea pareciese una joya. Cada tanto interrumpía su labor y se masajeaba el brazo, pero en seguida volvía a la carga como un orfebre al tallado de una piedra preciosa. Y cuando aplicaba las pinceladas de esmalte —porque no faltaba alguien así— hacía asomar la punta de la lengua entre los labios y contenía la respiración. Ésa era Yayá.

Trabajaba en la peluquería desde que Musú instaló el negocio. Miren si sería conocida allí, si le tendrían confianza. Demasiada confianza. En los primeros tiempos los ocho oficiales de turno, algunos clientes, hasta el propio Musú le hicieron ciertas invitaciones, ciertas proposiciones que ella, sin ofenderse pero con una cara como si no hubiese comprendido de qué estaban hablándole, invariablemente rechazó. Menos mal. Porque ellos se habían sentido casi obligados, por el compromiso con el destino que había querido que ellos fuesen hombres y Yayá mujer, y si Dios inventó a los hombres y a las mujeres por algo será, de modo que, con ganas o sin ganas, hay que cumplir con Dios. Pero nadie deseaba que Yayá aceptase. No era nada linda, ni siquiera entonces. El pelo, paja seca. Los ojos, ceniza fría. Flaca por un lado, gorda por otro lado. Siempre mal vestida, siempre vestida como con la ropa que le hubiesen prestado otras mujeres de distintos talles y estaturas. Y para colmo con una voz de jilguero que le crispaba los nervios hasta a un inglés, que no tiene nervios, cuanto más a un siciliano, que tiene demasiados. De modo que cuando les contestó que no, que muchas gracias, todos se sintieron secretamente satisfechos. Desde entonces Yayá, para todos ellos, no fue una mujer, fue Yayá.

Y Yayá, inclinada sobre la mano del cliente o sentada detrás de una mesita en el fondo del salón, tuvo que oír lo que no tendría que haber oído, se enteró de cosas que hubiese sido mejor que ingnorase. Porque una peluquería de hombres (hablo de hace treinta o cuarenta años) era un sitio en que los hombres, como en todos los lugares donde estaban solos, sin la presencia de la mujer, se quitaban la máscara que en cambio se ponían delante de las  mujeres. Pero en la peluquería de Musú no estaban solos: estaban con Yayá. Claro que se habían olvidado de que Yayá era una mujer. Y le hacían daño.

Daño, sí, daño. Hoy los muchachos y las muchachas se tratan a cara limpia. Se terminaron, quizá, los misterios, pero también se terminaron los fraudes. En cambio, en aquella época, había dos mundos: el mundo masculino y el mundo femenino, cada uno con su propio lenguaje, sus ideas, sus costumbres, su vestimenta, sus gustos, su moral, sus miedos y sus fobias. Cuando un hombre y una mujer se encontraban frente a frente, eran como dos extraños, dos desconocidos que no sabían cómo entenderse y, con tal de llegar a un acuerdo, fingían, fingían desesperadamente. Después, vueltos a sus respectivos hemisferios, se quitaban el disfraz y cada uno era otra vez él mismo, bien diferente de aquel otro que había simulado ser delante del sexo contrario. Por eso podía resultar peligroso que un hombre se internase en el mundo de las mujeres sin que ese mundo se maquillara previamente para recibirlo. Tan peligroso como para una mujer entrar en el mundo de los hombres y sorprenderlo tal cual era, en su crudeza y su verdad.

Yayá, en la peluquería de don Musú, corrió ese peligro. Delante de ella los diez sicilianos, los clientes argentinos, los clientes extranjeros, todos (todos, menos los ingleses), se dejaban de historias y de etiquetas. Eh, sí, estaban entre hombres. Otra, en su lugar, se habría convertido en una de esas pobres desdichadas que, a fuerza de respirar un ambiente masculino, se transformaban en criaturas híbridas, hechas con lo peor de los dos sexos. Yayá siguió siendo mujer. Pero necesitaba trabajar, mantenía a la madre, una clientela como la de la peluquería de don Musú no se conseguía fácilmente. Debía pasar, pues, inadvertida. Que ningún hombre la mirase y dijese: Y ésta, ¿qué hace aquí? No había que ser un estorbo. Que los hombres se sintieran a sus anchas, como en el gimnasio de un club. Pero, por dentro, cuánto terror, cuánta repulsión.

Don Musú pasaba junto a ella, rumbo al cuartito de baño. Entornando los párpados de hipopótamo, gruñía a uno de los oficiales: —Ando mal de la próstata.

Daba detalles. Y Yayá seguía sonriéndose, mientras los espejos multiplicaban a don Musú por cuatro y después devoraban a esos cuatro don Musú que ya se desabrochaban los pantalones.

O era Nani, el payaso de la peluquería, un argentino joven que estaba siempre de buen humor, el que le gritaba a don Musú: —Ey, padrone. Lo que usted necesita es...

Y añadía una broma puerca. Y como todos se reían a carcajadas, Yayá también se reía. Pero interiormente la sofocaba el asco, aquel terror.

Los oía hacerse confidencias, siempre a propósito de alguna mujer. No le importaba la cháchara brutal de los sicilianos, hombres al fin y al cabo sin ninguna educación. Pero estaban los otros, los de uñas manicuradas. Todos, en el fondo, eran la misma bestia salvaje. Hablaban de la mujer sólo para denigrarla. El amor, a través de sus versiones, se convertía en una inmundicia. Y, sin embargo, parecían no poder interesarse en otra cosa. ¿Ése, pues, era el amor que las novelas describían como un sentimiento maravilloso? Yayá se inclinaba sobre una uña y la pulía hasta hacerla brillar como un diamante.

(Con todo, Yayá se equivocaba. Los hombres de entonces, por un prejuicio idiota, alardeaban entre ellos de que el amor consistía en aquella miseria, pero cada uno, en el secreto de su alma, sabía que era algo mucho más sutil, más complejo, más puro, más profundo y terrible. Sólo que nadie se animaba a confesarlo para que no se sospechase que él había caído en las redes de las mujeres, inventoras del amor y sus únicas beneficiarias. Yayá ignoraba esos fingimientos, esos estúpidos embustes, hipocresías y falsos pudores con que, cuarenta años atrás, el machismo porteño enmascaraba el rostro del amor. No la culpo.)

Había un cliente, un político... Don Musú, Nicola, los ocho oficiales se desvivían por atenderlo. El político entraba triunfalmente, en medio de un coro de saludos serviles. Apenas se sentaba en uno de los sillones, Yayá y Nicolas corrían a echarse a sus pies, uno a cada lado, para disputarse la una una mano y el otro una pierna, mientras el oficial se dedicaba a la lucha y el político parecía un nabab sometido a una horrible operación libidinosa.

nabab : príncipe musulmán de la India; fig. hombre sumamente rico.

El oficial le susurraba al oído: 

—¿Y, doctor?

Entonces aquel prócer comenzaba. Yayá lo había escuchado más de una vez, por radio, hablar de la Patria, de los Grandes Destinos y de la Vocación de Grandeza. Pero ahora, con las mismas inflexiones majestuosas, contaba un chiste verde, larguísimo, cuajado de malas palabras. El oficial, cada tanto, lanzaba una risita aguda de las tijeras. Nicola, sin interrumpir la molienda del zapato, levantaba la frente pensativa y escrutaba al narrador con una atención grave, solícita y casi preocupada. Yayá, sosteniendo entre sus manos el hinchado buñuelo donde fulgía un anillo de oro, también lo miraba. Algunas veces otro oficial, momentáneamente desocupado, se les unía. Se hubiese creído que estaban oyendo alguna música que cada cual interpretaba a su manera.

Pero cuando el político terminaba de contar su historia, todos se ponían instantáneamente de acuerdo y, si no aplaudían, exteriorizaban su aprobación con grandes carcajadas. Yayá era la que se reía más fuerte.

Y hubo una vez en que un hombre le propuso casamiento. Un vecino suyo, un obrero. Yayá se ruborizó, miró para otro lado y en un tono de sentirse ofendida le contestó: 

—Perdone. Tengo novio.

LA SEÑORITA YAYÁ

Hace dos días que don Musú ha empleado a una fomentera. Es una chica de veinte años, hermosa y al tanto de que lo es.

Yayá, desde su rincón, lo ve todo, lo oye todo. Los oficiales están extrañamente silenciosos o doblemente locuaces, y vigilan a la recién venida por los espejos. Pero nadie dice un chiste obsceno, nadie pronuncia palabrotas. Don Musú, a cada rato, entra en el salón y se detiene junto a la chica, le pregunta si se siente cómoda, si le gusta el trabajo. Nicola le clava pensativamente los negros ojos que, por primera vez, parecen lavados de su hosco dolor. Y los clientes, todos, argentinos y extranjeros (todos, hasta los ingleses), espían por el espejo a la muchacha y secretean con los oficiales. Yayá ve todo esto y experimenta un repentino cansancio.

La chica se llama Rubí. Se nota que no les tiene miedo a los hombres. Mira a los clientes, mira a los oficiales, mira a Nicola, mira a don Musú como si acabase de impartirles una orden y esperara que ellos la cumplan. Y cuando no tiene nada que hacer se pasea entre los sillones y se mira a sí misma en los espejos. La única quien ni mira es a Yayá.

Tres días, sólo tres días, y ya se comenta que Rubí ha aceptado salir con mister Growes, el gerente del Banco. Una semana más, y Nani y Pelusa, amigos inseparables, han reñido, y todo el mundo adivina que es a causa de Rubí. Un mes más y don Musú le aumenta el sueldo a Rubí. Y Rubí se peina para arriba, se peina para abajo, se pinta la boca, se ensombrece los párpados, usa un delantal cada vez más corto y más provocativo.

Pero la peluquería ya no es la misma. Ahora los clientes hablan en voz baja, los sicilianos andan como malhumorados, don Musú sufre en silencio su mal de próstata. Se terminó el gimnasio. Rubí, ella solita, ha convertido aquel mundo de hombres en un mundo que gira alrededor de una mujer. Y los hombres, cohibidos, ya no saben moverse ni hablar libremente.

Yayá, en su rincon, lee una revista. Hasta que un día cualquiera levanta los ojos y sufre como un ligero sobresalto. Es que se le figura que de golpe ha descifrado una adivinanza. A partir de entonces, cuando alguien la llama se pone parsimoniosamente de pie, se toma todo su tiempo en recoger las limas, las tijeritas, los frascos, y con un aire de calma y de indiferencia va a sentarse junto al cliente, que le tiende una mano en la que ella ve, por primera vez, la carne mal apelmazada, la piel pálida y muerta como el párpado de un pájaro muerto. Don Musú atraviesa el salón y Yayá no alza la vista. Nani masculla entre dientes y como con rabia una frase mordaz y Yayá permanece seria. Mister Growes nombra a su mujer y Yayá no le pregunta cómo está su señora y si ya se curó del reumatismo que la tenía postrada en cama. Rubí entra en el minúsculo cuarto de baño y Yayá sigue peinándose frente al espejo, sigue empolvándose la cara hasta que Rubí se va con una mueca de disgusto. Y cuando los lunes Yayá llega tarde o los sábados se retira antes de la hora, don Musú no le dice nada.

Y el otro día, sin que nadie sepa por qué, sin que nadie recuerde quién empezó, todos la llaman señorita Yayá.

Es el mismo día en que Yayá se coloca sobre la nariz unos anticuados anteojos de carey.

* * *

La peluquería de don Musú ya no existe. Don Musú murió, los sicilianos se dispersaron, los clientes también. En cuanto a Yayá, no sé qué fue de ella.

Pero, como un homenaje, acabo de inventarle a esa Rubí para hacerme la ilusión de que, aunque tardíamente, al fin comprendió lo que más de una vez, mirándola por el espejo, yo hubiese querido decirle, lo que no le dije nunca porque era un secreto que los hombres ocultábamos celosamente de las mujeres.




lunes, 9 de diciembre de 2013

EL ÚLTIMO - Haroldo Conti




 Haroldo Conti

Haroldo Conti nació en Chacabuco, Provincia de Bs. As, el 25 de mayo de 1925.

Fue secuestrado el 5 de mayo de 1976.

Maestro rural, camionero, pescador, piloto de aviación civil, profesor de latín, autor de novelas, actor, director teatral,  profesor de filosofía, guionista de cine.

Fue declarado “agente subversivo” por las Fuerzas Armadas.  En mayo 1976 asaltaron a su casa y lo llevaron preso.

Fue seguramente torturado.

Nunca más apareció.

Sobre su escritorio colgó la frase:

“Hic meus locus pugnare est et hinc non me removebunt”

(“Este es mi lugar de combate y de aquí no me moverán”).

Mi recuerdo para Haroldo Conti a quien conocí personalmente.

 

EL ÚLTIMO

Un buen día me hice un vago. Así como lo oyen. No sé cuándo empezó pero aquí me tienen, tumbado a un costado del camino esperando que pase un camión y me lleve a cualquier parte. Ustedes deben haber visto un tipo de esos desde la ventanilla de un ómnibus o del tren. Pues yo soy uno de esos exactamente y puedo asegurarles que me siento muy a gusto. Cualquiera de ustedes dirían que solamente al último de los hombres se le puede ocurrir tal cosa. Soy el último de los hombres. También eso. Lo que posiblemente a nadie se le pase por la cabeza es que alguien pueda ser feliz justamente siendo el último de los hombres. Ni siquiera a mí mismo se me hubiera ocurrido hace un tiempo, cuando, dentro de mis alcances, luchaba con todas mis fuerzas para estar entre los primeros. Pero no es eso lo que quiero decir, al menos por ahora.

Me preguntaba sencillamente cuándo empezó. Éste es un hábito que me queda de la otra vida, es decir, la vida de ustedes porque qué puede importarle a un verdadero vago cómo y cuándo empezó cualquier cosa. El día que se me quite esta costumbre habré alcanzado la perfección pero comprenderán ustedes que no puedo proponérmelo porque, ante todo, un vago no se propone nada, de manera que lo mejor es dejar así las cosas.

Mezclando un asunto y otro, lo mismo me pregunté el día que, del brazo de Margarita, mis manoseos en Parque Lezama, que entonces no tenía esas malditas luces de mercurio que le alumbran a uno hasta el pensamiento, me encontré frente a un cura. Tal vez la cosa empezó ahí. No quiero decir que me tomara desprevenido pero de cualquier forma con el tiempo pareció que había sido así. Entonces me estaba preguntando cómo y cuándo fue que empezó aquella vida de perro. No es que hubiese dejado de querer a Margarita.

Supongo que tampoco ella había dejado de quererme, a su manera. Pero justamente era esa podrida manera lo que me tenía desconcertado. Bastara que yo dijera blanco para que ella dijera negro. De saberlo un poco antes yo también habría dicho negro aunque estoy seguro de que eso tampoco habría servido para nada porque lo más probable es que entonces ella hubiese dicho blanco. Así era Margarita y no le guardo rencor.

Quiero que comprendan esto. No le guardo rencor a Margarita ni a toda esa puta vida, como se dice vulgarmente y para abreviar. En ese caso no sería un verdadero vago, si bien tampoco lo soy del todo, aunque por otro motivo, como queda dicho.

¿Me creerán ustedes si les digo que, a pesar de todo, conservo muy buenos recuerdos de aquel tiempo? Yo era feliz, también a mi manera, y si aquello terminó es porque no podía pasar otra cosa. Quiero decir que mis pies apuntaban en una dirección y los de ella en otra y la tristeza habría sido seguir juntos cuando cada uno tenía su camino por delante. En cuanto a ella, es posible que a estas horas esté maldiciendo al tipo aquel que se le cruzó un día en el camino, lo cual es muy propio de Margarita. Si dejara de hacerlo pues simplemente dejaría de ser Margarita. Eso es lo que trato de decir. Cada uno es una flecha lanzada en una dirección y no hay como dejarse llevar para acertar en el blanco, cualquiera sea.

Hablando con estricta justicia más bien fue Margarita la que se me cruzó en mi camino y no yo en el de ella. Sin embargo, estoy dispuesto a reconocer que fue una simple coincidencia. Por coincidencia tomábamos el 48 a la misma hora, por coincidencia bajábamos en la misma esquina y, supongo que por coincidencia, un día me atravesó una de sus piernas entre las mías. En fin, otro día la acompañé hasta la casa y por coincidencia estaba el viejo en la puerta. Cuando quise acordarme estaba adentro tomando una copita de anís y hablando de la decadencia de las costumbres, un tema, como se ve, que puede terminar en cualquier cosa. En aquel tiempo yo era hincha furioso de Estudiantes de La Plata, cosa que todavía hoy no me explico. Los domingos iba a la cancha con toda la bosta en el camioncito de los hermanos Antonelli. La bosta fue lo que dijo Margarita el primer domingo después de casados que traté de ir a la cancha. Jugaban Estudiantes y Chacarita, lo recuerdo aunque no viene al caso. Hasta entonces la bosta habían sido "los muchachos", cariñosamente. Inclusive llegó a tejerme una bufanda con los colores de Estudiantes. Esto es lo que se dice astucia femenina pero yo digo simplemente la vida.

Dije adiós a la bosta y me puse a trabajar como un condenado a trabajos forzados. Soy un tipo optimista por naturaleza, como ustedes habrán visto, de manera que con el tiempo hasta a eso le encontré el gusto. Los demás tipos, es decir, la verdadera bosta, gemían y crujían a mi alrededor. Yo en cambio pateaba alegremente la calle primero vendiendo seguros de La Agrícola y después caminos, esteras y carpetas de formio, coco y sisal. Los sábados me la pasaba cambiando los muebles de lugar, tapando las manchas de humedad y escuchando en todo momento los reproches y maldiciones de Margarita. Yo no escuchaba las palabras sino simplemente la voz y por inexplicable que les parezca esto me ponía más bien contento porque Margarita era algo vivo e intenso que me obligaba a tirar para adelante cuando los demás hacía tiempo que estaban muertos.

Los domingos íbamos a comer a lo de los viejos y por la tarde veíamos la tele hasta que se nos saltaban los ojos. He oído muchas cosas contra la tele pero yo digo que es el mejor invento de la bosta. Por de pronto era la única manera de callar a Margarita. Entonces la sentía más viva e intensa, sólo que en otro sentido. Si no había manera de entendernos el resto de la semana en aquel momento nuestros cuerpos se acercaban misteriosamente y éramos una sola y misma cosa pendientes de aquel agujero en la pared. El agujero que digo era la tele, como se comprende, y convendrán ustedes en que es una imagen bastante feliz. De cualquier forma, ésa era la impresión. Bastaba con girar la perilla y entonces se abría aquel boquete en el mísero departamento de la calle México, 5º piso "C", al lado del ascensor, que no funcionaba la mitad de las veces, y el mundo se derramaba alegremente por allí.

Ahora que lo pienso, tal vez la cosa empezó recién entonces. Yo me quitaba los zapatos en la penumbra, me aflojaba el cinturón y al rato estaba en las islas Marquesas, por ejemplo. Como dije las Marquesas pude haber dicho Hong Kong o Miami o el fondo del mar. En un par de horas saltaba de un lado a otro e inclusive de un tiempo a otro. Randall, Peter Gunn, Kentucky Jones, Maverick y hasta Gorila Maguila me resultaban tan familiares como mi viejo o mi vieja, por así decir, porque en realidad nunca entendí a mi vieja y apenas si conocí a mi padre. Hablábamos de ellos con Margarita como si vivieran en la misma cuadra y algunas veces les hablaba a ellos mismos, como si pudieran oírme. Opino que son todos unos grandes tipos, los verdaderos grandes tipos que se necesitan y no esos pelmas que salen en los diarios todos los días, y sinceramente me felicito de que los domingos se asomaran por aquel agujero para hacernos ver las cosas tal cual son.

En cuanto a los avisos, que para muchos resultan la cosa más estúpida del mundo, nos divertían como locos. No sé qué sentido tiene pretender que nos echen un discurso con citas de algún gran tipo para vendemos una pasta de afeitar o un frasco de café instantáneo. Las cosas hay que tomarlas como son. Eso es lo que siempre he dicho. Para nosotros, en cambio, aquello fue una verdadera revelación. Yo, por lo menos, aprendí a apreciar las cosas recién entonces y hoy me parece perfectamente natural que una lata de tomates le hable a una cacerola a presión y que un reloj con voz de pito nos avise el momento de tomar tal o cual pastilla para la digestión.

Quiero decir que las cosas están llenas de vida, o por lo menos muertas o vivas en la medida que nosotros estamos muertos o vivos, y que mis zapatos tienen algo que decirme con sólo que les preste un poco de atención. Que es lo que hago, justamente, cuando no sé para dónde tirar el primer paso.

A Margarita le gustaba acompañar los jingles, mientras yo le hacía una especie de contracanto, y por lo que recuerdo fue la única ocasión en que oí cantar a Margarita. Por lo que a mí toca, muchas veces pateando la calle con las muestras de aquellas benditas esteras y carpetas y el mundo que se ponía realmente negro me bastaba con silbar una de esas musiquitas y el cielo se abría en alguna parte.

En fin, que todo eso también terminó. Margarita le tomó fastidio a Mike Hammer que, según ella, en el fondo era un fascista hijo de puta y a mí que se me dio por defender al tipo como si fuera mi hermano. Total que un día, mientras volaban los tiros de un lado a otro detrás del agujero, Margarita le zampó la plancha justo en el medio. El televisor, es decir, el mundo saltó en mil pedazos y al principio creí que uno de los tiros me había volado la cabeza. Herido como estaba, tomé lo primero que encontré a mano, creo que uno de esos ceniceros hechos con un pistón recortado, y se lo tiré a la cabeza con tan buena puntería que cayó al suelo como si la hubiera tumbado un rayo. Todavía humeaba el televisor y ya estaban allí los viejos, el administrador y un cabo de policía con cara de patíbulo que parecía salido de la propia televisión.

Cuando volví de la 2a el administrador todavía estaba allí, o simplemente estaba de nuevo allí. Es un detalle. Lo que me interesa señalar es que había llegado la hora de que cada uno echara a andar para su lado, sólo que en ese momento no me di cuenta. De todas maneras fue lo que pasó. La vida decide por uno las más de las veces y todo lo que queda por hacer es preguntarse un tiempo después cómo y cuándo empezó, lo que sea.

Por esos días, y ésta es otra señal, quebró el tipo de las esteras y quedé en la calle, lo cual es un decir porque nunca había salido de ella. Las cosas iban tan mal entonces que en lugar de amargarme más bien me alegré. Sea lo que fuere que me reservara la vida nunca iba a ser peor de lo que había sido hasta entonces. Cuando uno siente deseos de darse la cabeza contra la pared ése es el momento preciso para las grandes cosas porque uno en realidad está tan limpio y vacío como si acabara de nacer.

Claro que yo no pensé en eso. Eché mano de un par de diarios y en una página de los clasificados topé con el siguiente aviso: "Joven emprendedor con experiencia comercial para importante negocio". Allí estaba el destino. Me corté el pelo a la americana, me puse un saco sport con cueritos y al rato estaba golpeando en la puerta de una oficina en el segundo patio de una especie de gallinero en la calle Lima y que a primera vista no tenía el aspecto de un negocio ni de otra cosa importante sino más bien de una pocilga.

Me atendió un tipo parecido al de "Patrulla de caminos" que sin mirarme siquiera dijo: "¡Usted es el hombre!" y se puso a hablar sobre el futuro, un futuro que no sé muy bien a quién correspondía, en todo caso a la humanidad en general y como tal proporcionalmente a mí también. Cualquier otro se habría dado cuenta de que el tipo estaba medio chiflado, por no decir del todo.

En realidad eso me pareció a mí también pero en lugar de largarme como hubiera hecho cualquiera de ustedes en su sano juicio ya que nada bueno podía salir de allí, en el sentido de la bosta, me quedé escuchando al tipo tal vez por eso mismo. Quiero decir que esta clase de chiflados son justamente la sal del mundo sólo que la bosta se da cuenta demasiado tarde.

El tipo hablaba como un profeta. Nunca he oído hablar a un profeta, por supuesto, pero me figuro que deben hacerlo así.

Según me pareció se trataba de fundar una sociedad nueva a partir de la venta de lotes en mensualidades. Digo que me pareció porque, como siempre, yo más bien le prestaba atención al sonido de la voz y al aspecto general del fulano. Tal vez las cosas que decía no tuvieran mucho sentido pero igual era hermoso oírlas porque en medio de toda la roña sencillamente había un tipo que creía en algo distinto de lo que cree el resto de la bosta.

Cuando terminó el discurso sacó un plano que extendió sobre el piso y comenzó a explicarme el aspecto más vulgar del asunto. Se trataba de unos lotes en San Vicente con el pomposo título de Barrio Parque "La Esperanza". Según el tipo aquélla era la tierra del futuro y estoy seguro de que estaba en lo cierto porque, como decía mi viejo, si hay algo que tiene futuro es la tierra, cualquiera sea. Solamente se trata de esperar el tiempo necesario. Lo digo aun de esta tierra en la que estoy echado y que, por ahora, no es más que polvo y silencio. Día vendrá...

¿Pero para qué hablar del día que vendrá? Es el estilo que me contagió el tipo. Lo arreglaba todo con el día que vendrá.

Cuando le pregunté cuánto me tocaba en todo eso, no del futuro, se entiende, sino de lo que pagarían por él me echó otro discurso. Yo lo miré a la cara y comprendí en el acto que era el destino el que me hablaba a través de aquel chiflado. De manera que tomé los planos, boletas y folletos que me dio y salí a patear la calle como si esta vez tirara de mí una fuerza desconocida y cada paso que diera de ahora en adelante fuese a abrir un camino entre la gente.

Al domingo siguiente fuimos a San Vicente en una "bañadera" que cargamos con los candidatos que habíamos juntado entre Requena y yo. Requena se llamaba el tipo. La mitad de los candidatos iban porque no tenían nada que hacer y seguramente habrían ido al mismo culo del mundo con tal de viajar de arriba. Antes de partir, desde la plaza Congreso, Requena enarboló una especie de estandarte e improvisó un breve discurso sobre el futuro, el día que vendrá y todas esas cosas. Los tipos quedaron desconcertados y uno preguntó si detrás de eso no estaban los comunistas. De cualquier forma subieron a la "bañadera", Requena colgó el estandarte de un costado y zarpamos alegremente hacia esa tierra de promisión.

Aquello era un desierto. Me refiero a los terrenos. Sólo faltaba un par de camellos y no me hubiera sorprendido que aparecieran en cualquier momento. La mitad de los tipos ni siquiera quiso bajar a cambiar el agua. Yo vi tan pronto como los otros que era un verdadero desierto y que lo seguiría siendo aún por mucho tiempo pero el sur me tiró siempre y la tierra pelada y vacía me llena de ansiedad, aunque no está bien dicho ansiedad, ni entusiasmo, ni ninguna otra cosa de las que ustedes dicen en tales casos.

Es algo distinto. Yo sé que entre ustedes hay muchos que esperan el día, que quisieran sacudirle un puntapié a la vieja o al jefe o al primer botón que se les cruce en el camino y por eso me permito un consejo. No hagan nada de eso. No lo van a hacer de todas maneras. Vengan y miren la tierra vacía, así como la veo yo ahora, y tal vez las cosas les dejen de dar vueltas dentro de la cabeza y echen a andar por su camino.

En ese sentido Requena tenía razón. Aquélla era la tierra del futuro, por lo menos para mí. De manera que eché a andar detrás del estandarte sin importarme un pito los tipos que quedaban en la "bañadera". No tenían ni ojos, ni oídos.

Requena plantó el estandarte en medio del campo y se puso a hablar. El viento traía y llevaba su voz y al rato nos pareció que hablaba la misma tierra. Así era aquel tipo. Yo sé que estaba solo y que en el fondo le importaba muy poco de nosotros porque sencillamente no necesitaba de nosotros ni de nadie y veía con claridad dónde ponía los pies. Mientras hablaba empezamos a ver que brotaban de la tierra casas, torres, fábricas, negocios, una estación del Roca, un supermercado, dos escuelas, cuatro edificios en torre y un lago artificial.

Cuando terminó, los tipos siguieron haciendo cálculos y suposiciones por su cuenta y al rato había una usina, un cuartel, dos hospitales, un matadero, un frigorífico, un canal de televisión, un monumento a San Martín y por lo menos cuatro Bancos. Vendimos 15 lotes en total. Tres mil quinientos en la mano y 24 cuotas de mil. En los meses que siguieron vendimos otros 30 pero llegó el invierno y con las primeras lluvias un arroyito de esos que nunca faltan se salió de madre y de la noche a la mañana el desierto se transformó en un lago, casi en un mar interior. La policía tuvo que sacar en un bote a un tipo que había levantado una casilla.

De la calle Lima nos mudamos a la calle Piedras. De Piedras a Bolívar. De Bolívar a Golfarini, que en realidad es una calle que no existe. Su verdadero nombre es Giuffra pero todo el mundo la conoce por Golfarini. Para Requena era una cosa u otra según los casos. Golfarini cuando tenía que cobrar y Giuffra en todos los demás. Les digo, de paso, que si quieren conocer una calle de la vida vayan alguna vez por ahí.

A todo esto yo apenas si pisaba el departamento de México. Estaba todo el día en la calle o en uno de esos desiertos que loteaba Requena, marcando calles o clavando banderitas o plantando un letrero y atendiendo al mismo tiempo a los tipos. Era una vida vagabunda. Sólo que yo no era un vago propiamente dicho sino como un tipo perdido, hasta que tomara la medida justa de la tierra. Dormía en cualquier parte y comía salteado. Eso puede desmoralizar a cualquiera, para mí, en cambio, fue un gran aprendizaje. Uno duerme y come más de la cuenta.

No me voy a poner en moralista ahora. Precisamente estoy echado sobre la tierra hace un par de horas sin hacer nada, como no sea pensar en esto que les digo. Además aunque no estuviera tirado aquí tampoco haría nada. En el sentido de la bosta, se entiende. De manera que soy el menos indicado para echarles un sermón, aparte de que me importa un queso. Pero quiero poner las cosas en su lugar. Hay que dejar que el cuerpo se maneje solo y no estarle todo el día encima. En ese caso se vuelve un estorbo y nos planta cuando todavía nos quedan un par de cosas por hacer. Eso fue lo que aprendí entonces. Cuando menos atención le prestaba más liviano y alegre se volvía. Es justo el cuerpo que necesita un vago.

Las pocas veces que aparecía por mi casa (para llamarla de algún modo) entraba o salía el administrador. Sigue siendo un detalle. Margarita había dado vuelta el televisor contra la pared y no se habló más del asunto. En realidad tampoco hablábamos de otra cosa. No parecía guardarme rencor sino que se mostraba más bien solícita. Tal vez yo hubiera preferido que me regañara porque así me resultaba casi una desconocida, pero no tiene importancia. Cenamos una vez en casa del administrador y otra el tipo cenó en la nuestra. Ambos se interesaron juiciosamente en mi nueva vida y, supongo que por casualidad, también ellos hablaron del futuro. A cada rato nos mirábamos y sonreíamos. Dimos vuelta el asunto de todos lados pero la verdad que no daba para mucho.

Lo de Requena tenía que terminar tarde o temprano, si es que iba a seguir mi camino. Fue por la venta de unos lotes en Garín. Trescientos veinte fabulosos lotes, 2a serie, barrio Los Tilos, sobre ruta pavimentada, 3 cuotas de anticipo y posesión 3 cuotas más. Los tilos brillaban por su ausencia y la ruta pavimentada era sólo un proyecto del año 34, pero de cualquier forma los lotes eran muy buenos. En una sola tarde vendimos 54 lotes. Yo mismo compré uno de tan entusiasmado que estaba con lo que decía. Y eso fue lo que me salvó. Los lotes eran buenos, como dije, pero resulta que ya habían sido vendidos en un loteo anterior. Cuando cayó la taquería estaba solo en la oficina y me salvé por un pelo porque, perdido por perdido, les mostré la boleta y les dije que era uno de los candidatos.

No sé qué se habrá hecho de Requena pero donde quiera que esté allá va la vida. Era un gran tipo, a pesar de todo, y estaba vivo de la cabeza a los pies. Al principio, después que me largué solo, si alguna vez me sentía descorazonado pensaba en Requena y las cosas volvían a sonreír. Yo sé que debe estar en alguna parte sobre esta misma tierra hablando sobre el futuro y el día que vendrá y espero toparme con él un día de éstos, en la primera vuelta del camino.

Había llegado mi momento. Con la poca plata que pude arañar en los bolsillos me compré una bicicleta de paseo. Ustedes se preguntarán qué tiene que ver en esto una bicicleta. Si quería largarme todo lo que debía hacer era tomar el primer camino que se me pusiera por delante.

Tienen razón. Sin embargo todavía estaba lleno de dudas y vacilaciones, es decir, en el fondo aún tomaba en cuenta a la bosta. De manera que me compré una bicicleta, como digo, le reforcé el cuadro, le alargué el portaequipaje, me conseguí un equipo de boyscout, me saqué una foto e hice imprimir un centenar de hojas en las cuales anunciaba mis propósitos, daba una serie de detalles sobre la bicicleta, fijaba metas y objetivos, recomendaba el uso de gomas Pirelli, por lo cual me habían pagado unos pesos, y terminaba con un par de consejos que saqué de un libro titulado La mansedumbre de las flores que me había regalado Margarita cuando andábamos de novios, seguramente para impresionarme.

Cuando estuve listo le anuncié mis proyectos a Margarita para ver la cara que ponía.

Contra lo que esperaba, le pareció la mejor idea que había tenido en toda mi vida. Entre ella y el administrador me ayudaron a terminar lo que faltaba, me proveyeron de vituallas y dinero, me sugirieron rutas prolongadas y desconocidas y, por fin, una neblinosa mañana de abril me despidieron junto con un grupito de curiosos que se había reunido en la vereda. Di una vuelta a la manzana seguido por un par de chicos y cuando pasé frente a la casa Margarita ya había desaparecido. Levanté una mano de cualquier forma y dije adiós a aquella vida.

No voy a contarles los pormenores del viaje pero, en general, la pasé bien y todavía le estaría dando a los pedales si no fuese que estaba hecho para otra cosa. Es necesario que entiendan esto. Tengo en un gran concepto a los andarines, exploradores, raidistas y demás gente por el estilo, pero un vago es otra cosa. No establezco comparaciones. Son algo distinto, simplemente. Desde afuera parece todo lo contrario. Por eso comencé yo en esa forma, porque veía las cosas desde afuera.

Por un tiempo me encontré a gusto con aquella vida. La gente me trataba bien. No me tomaba muy en serio pero estoy seguro de que más de uno habría cambiado su maldita jaula por mi bicicleta Alpina. A ése le digo que todavía está a tiempo.

Allá iba yo silbando y pedaleando y el mundo tiraba de mí alegremente. Hasta que un día la verdad me golpeó en la cabeza, así de rápido y simple. Y fue el día que vi un verdadero vago tumbado al costado del camino. Estaba echado así como yo en este momento y aunque seguramente era la única persona que veía en mucho tiempo no se le movió un pelo cuando pasé junto a él arrastrando una nube de polvo. Sin embargo me bastó mirarlo a los ojos y comprendí en el acto. Yo iba de un punto a otro, él sencillamente estaba tumbado en el centro del mundo. Quiero decir que para mí las cosas se resolvían en distancias, estaban más o menos lejos y yo más o menos cerca, pero por mucho que me moviera no iban a cambiar demasiado.

No pretendo que me comprendan, pero con sólo que hagan un esfuerzo sabrán lo que digo. Algunos, por supuesto. Los que todavía están vivos pero con el agua al cuello.

Vendí la bicicleta en el primer pueblo que me salió al paso y volví al camino nada más que con lo que tenía puesto. Desde ahí arranca mi verdadera historia porque en cierta forma acababa de nacer. No les voy a contar esa historia porque sólo tiene sentido para un vago.

Veo una nube de polvo en la punta del camino. Debe ser un camión.

Solamente les digo esto. No tengo nada, de manera que tampoco tengo de qué preocuparme, lo poco que recuerdo, en los términos de ustedes, lo recuerdo como si fuera de otro y si miro para adelante pues sencillamente no espero nada, lo cual es la mejor manera de estar preparado para lo que sea. Debiera explicar lo que entiendo por estar preparado porque es un término más bien de ustedes pero no vale la pena y además el camión está cerca.

Es un camión, efectivamente.

Mi cuerpo se pone de pie liviano y contento. Es la ventaja que les decía. Eso me tiene constantemente de buen humor o a lo sumo de un humor melancólico, lo cual me ayuda a pensar en todas estas cosas que me enseña el camino. Estoy limpio y vacío en medio de él, de manera que siento la tierra como nadie podría hacerlo en este momento, excepto otro vago.

El tipo me debe haber visto y tal vez se alegre porque viene solo. Extiendo mi admiración por los raidistas a los camioneros también. Por lo menos cuando están en el camino se parecen más a nosotros que a ustedes. Lo digo sin rencor.

No sé a dónde me llevará ese camión ni qué será de mí el día de mañana. La verdad que el día de mañana no existe para mí y creo que por eso me siento vivo.

Levanto la mano y el camión se detiene.

Hace un rato era una mancha borrosa al extremo del camino. Sé que en este punto mi vida se cruza con la del tipo que trae encima y que a partir de ahora me nace otra vida, por así decir. Sé también que como estoy limpio y vacío le sacaré todo el gusto posible.

Así una vez y otra vez.

El tipo abre la puerta y agita una mano.

¡Allá voy, donde sea!
 


 

Calle Doctor (abogado y político radical) José Modesto Giuffra  cita en San Telmo, CABA, Argentina.