jueves, 9 de enero de 2014

LA HONDA - Ricardo Piglia





Ricardo Piglia
Adrogué, Buenos Aires, 1941




LA HONDA

No me dejo engañar por los chicos. Sé que mienten, que siempre están poniendo cara de inocentes y por atrás se ríen de todo el mundo.

Lo que pasó ese día fue que ellos no imaginaban que mi patrón y yo habíamos decidido trabajar, a pesar del domingo.

Por eso cruzamos el camino de tierra hacia el depósito del fondo.


Me acuerdo que por la calle andaba un coche de propaganda con los altoparlantes en el techo; y que yo escuché la música hasta que doblamos y el paredón apagó el ruido, de golpe.

Entonces el viento nos arrimó las voces y las risas. Cuando los descubrimos se acurrucaron, tratando de disimularse entre los fierros, pero ya era tarde.


Ninguno de los cuatro pasaba de los doce años. Se metían a robar pedazos de plomo para tirarlos con la honda.

Dijeron que estaban allí porque Nacho les aseguró que era amigo del patrón y que el patrón le daba permiso para juntar el plomo entre los desechos.

Mi patrón les quitó las hondas que les colgaban del cuello y las tiró al foso de cemento en el que antes, cuando el taller estaba allí y no sobre la avenida, engrasaban los coches desde abajo.


Los pibes empezaron a barrer, como les ordenó el patrón en escarmiento.

Mientras barrían les preguntó si sabían leer. Los cuatro sabían y los cuatro habían leído el cartel:

PROHIBIDA LA ENTRADA

Pero se metieron por culpa de Nacho que les dijo, repitieron, que era amigo del patrón.

Nacho, flaco y morocho, barría en silencio.

Teníamos que desarmar unas puertas de chapa para poder arreglar el techo del galpón de lavado. El más alto de los cuatro chicos me ayudaba por orden del patrón. Trabajaba concentrado y me trataba de “señor”.


Ablandamos los clavos y los arrancamos con la barreta “cocodrilo”. Después sacamos las chapas y las amontonamos en un costado. Cortamos los tirantes, dos largos y dos cortos, y empezamos a preparar el soporte.

Trabajamos la madera al borde del foso para poder serruchar hacia abajo sin peligro de tocar el suelo y mellar el serrucho. El pibe sostenía fuerte el tirante y me miraba de reojo.

Al rato pareció animarse y me dijo, muy serio:

—¿Señor, me deja agarrar la honda?

—Yo no tengo nada que ver. Si fuera por mí estaríamos durmiendo la siesta. Preguntale al patrón, si él te la dale contesté.

Siguió ayudando, serio y concentrado. Daba risa con su cara de preocupación. Parecía el jefe de la barra y de vez en cuando miraba a los otros, como para tranquilizarlos.

Seguimos trabajando bajo el sol. Armamos el soporte y nos pusimos a clavar las chapas. Cada tanto levantaba la cabeza y me miraba sin hablar, serio, con la frente brillante de sudor. Me molestaba ese modo que tenía de mirarme, como si yo tuviera la culpa y él me exigiera la honda trenzada, de horqueta de palo, que veíamos abajo, en el antiguo foso de engrase.

Por fin le dije:

—Cuando tire el martillo bajás a buscarlo y agarrás la honda.

Sonrió y siguió sosteniendo el tirante sobre el que yo martillaba cansado.
El martillo golpeó contra el piso con un ruido sordo.

—Ché pibe, bajá a buscar el martillo —le grité.

Bajó corriendo la escalera manchada por el sol. Des­de arriba parecía muy fuerte. Se le veían los hombros y la cabeza despeinada.

Me pareció que el patrón había dejado de trabajar.

El chico se agachó buscando la honda.

Esperé que se la guardara, apurado, entre la camisa y el pecho; entonces me dí vuelta y le grité a mi patrón:

—¡Patrón! ¡El chico se escondió la honda en la camisa!

 



martes, 7 de enero de 2014

EL RAMO AZUL — Octavio Paz









Octavio Paz

 


EL RAMO AZUL

Desperté, cubierto de sudor.

Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente.

Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento.

 

Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco.

Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo.

 

Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina.

Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla.

Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé.

 

tule : plantas de tallo largo, con cuyas fibras se tejen petates y asientos de silla.

Bajé saltando la escalera pintada de verde.

En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente.

Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado.

Con voz ronca me preguntó:


—¿Dónde va señor?

—A dar una vuelta. Hace mucho calor.

—Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.

Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro.

Al principio no veía nada.

Caminé a tientas por la calle empedrada.

Encendí un cigarrillo.

De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos.

Me detuve, ciego ante tanta blancura.

Sopló un poco de viento.

Respiré el aire de los tamarindos.

Vibraba la noche, llena de hojas e insectos.

Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas.

Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas.

Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos.

Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo.

¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba?

¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice?

Tiré el cigarrillo sobre la banqueta.

Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo.

Caminé largo rato, despacio.

Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad.

La noche era un jardín de ojos.

Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta.

Me volví, pero no acerté a distinguir nada.

Apreté el paso.

Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes.

huarache : es un tipo de sandalia en México y en otros países latinoamericanos.
  
 
No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más.

Intenté correr.

No pude.

Me detuve en seco, bruscamente.

Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:

—No se mueva , señor, o se lo entierro.

Sin volver la cara pregunté:

—¿Qué quieres?

—Sus ojos señor –contestó la voz suave, casi apenada.

—¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.

—No tenga miedo señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.

—Pero, ¿para qué quieres mis ojos?

—Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.

—Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.

—Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.

—No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.

—No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta.

Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma la cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.

 

—Alúmbrese la cara.

Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente.


La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.

—¿Ya te convenciste? No los tengo azules.

—¡Ah, qué mañoso es usted! —respondió— A ver, encienda otra vez.

Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.

 

—Arrodíllese.

Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.

—Ábralos bien —ordenó.

Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.

—Pues no son azules, señor. Dispense.

Y despareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta. Entré sin decir palabra.

Al día siguiente hui de aquel pueblo.