domingo, 6 de julio de 2014

UN RAMO DE FLORES - Raúl Hernández Viveros






Raúl Hernández Viveros

1944, Ciudad Mendoza, Veracruz, México, Xalapa, Veracruz, México. Escritor, abogado



UN RAMO DE FLORES

Me asomaba en la fuente del jardín. Allí contemplaba en el fondo del agua los peces rojos. Intentaba capturar por instantes un pez. Pude aprehender la piel escamada del más grande, pero de un solo movimiento se alejó. Otra vez, uno mediano saltó cayendo fuera. Con mis pequeños dedos, lo tomé arrojándolo hacia la superficie brillante como un espejo. Advertí, en el reflejo, el color brillante de mis ojos, y sentí que ya no era un niño.



El estanque se llenó de algas y lirios. Trascurrieron algunos veranos, Fueron tantos que ni siquiera en sueños recordaba aquellas escenas. Luego de varios años, me decidí a rehacer algunas imágenes, y volví a mi lugar de origen.



Salté del automóvil. Corrí a buscar el patio de la casa. Todo era diferente. Los corredores ahora mostraban las bancas de cemento. Sentí tristeza. Los pájaros saltaban. En mi pensamiento rescaté la imagen de los peces rojos, y volví a intentar sentirlos entre mis manos que eran como anzuelos. Cada pez que mordía la carnada significaba el rescate de la memoria en el presente. Me gustaría también poder intentar este tipo de cacería con mis libros.

Llené el estanque con libros, y de vez en cuando arrojaba el anzuelo. A la suerte elegía al autor que me ayudaba a seguir inmerso en esta realidad. Si no fuera por mis peces de colores, hechos de hojas de papel y portada, creo que no soportaría un poco escuchar siquiera la presión del lápiz sobre la hoja de papel de mi cuaderno.

Todos los días regresaba al mismo lugar donde encontraba un espacio transparente, a veces cruzado por el recorrido lento de los peces y páginas de mis libros. También recuerdo que tuve una colección de máscaras.

Mi identificación con el pasado tuvo repercusiones en el instante cuando mis manos se abandonaron a la locura del tacto. Entre los dedos el tiempo se desbarataba en segundos, y no ubicaba otra esperanza para contemplar el paso de las horas. Todavía guardaba cada una de las máscaras, y al anochecer seleccionaba la que cubrió mi rostro aquel día, en que perdí mi infancia.

De esta forma, abrí la tela, lentamente metí la cabeza, y me escondí dentro de las imágenes porque sabía que existían lugares prohibidos. Tal vez habitaciones, esquinas, calles y zonas de ciudades y fragmentos del planeta, en donde nunca pude siquiera poner un solo pie. Ni huella en las olas del mar, o alguna impronta sobre la arena del desierto.

No tuve ninguna posibilidad de cambiar los instantes. Por lo menos descubrí que dentro de las máscaras fui agraciado con la dicha de ser algo diferente. Al final enfrenté el destino final de aceptar lo que es y está conmigo con las palabras.

Saqué mi billetera, y de un escondite entre los billetes seleccioné la fotografía. El rostro de mi padre continuaba sobre el papel amarillo. Contemplé la mirada idéntica a la que se reflejaba en el espejo de agua del estanque. Acepté que era exactamente igual a aquel rostro del hombre que me dio la vida.

Me alegré al saber que teníamos el mismo destino. Escuché los pasos de mi padre, cuando llegaba nervioso para evitar que me ahogara yo en el estanque. Los rastros también hicieron desaparecer la mueca de tristeza de mi madre, en aquel instante cuando me secaba con una toalla, después de haberme rescatado.

Abandoné la casa en ruinas. Abordé el auto rumbo al cementerio. Sonreí ante la tumba de mis padres, porque sabía que lo estaba debajo permanecía arriba, y lo del interior siempre iba a salir al exterior. Agradecí a Dios que el pasado estaba siempre detrás de nosotros. Coloqué el ramillete sobre el sepulcro. Al frente brotaba el futuro. Ante mis ojos desapareció el presente. Sentí que la felicidad estaba en las espaldas, y que nunca podría siquiera mirarla, igual que los kilómetros perdidos en el camino hacia mi nuevo hogar.



De pronto, la frase de Albert Einstein: “¿Qué sabe el pez del agua donde nada toda su vida?”, me hizo caer en aquel ambiente sofocante y abrazador de aquel verano. Estaba seguro de que ya no volvería más a mi lugar de origen, y aquellos pensamientos se desvanecieron frente a la inmensidad de la carretera.




martes, 1 de julio de 2014

REVOLUCIÓN - Slawomir Mrozek





Slawomir Mrozek, 1930-2013 escritor, dramaturgo y dibujante de cómics polaco.


REVOLUCIÓN

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.



Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.

Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.

Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.

Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.


La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.

Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.

Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.

Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.

Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la  vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.

Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.


Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio —es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.

De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.

Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.


Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.



EL VINO DEL ESTÍO — Ray Bradbury





Ray Bradbury





EL VINO DEL ESTÍO 

Era una madrugada tranquila. La oscuridad cubría el pueblo y se estaba bien en la cama. El verano henchía el aire, el viento soplaba adecuadamente, el aliento del mundo era largo, tibio y lento. Bastaba levantarse y asomarse a la ventana para saber que éste era realmente el tiempo primero de la libertad y la vida, que ésta era la madrugada primera del estío.

 

Douglas Spaulding, de doce años, abrió los ojos y dejó que el verano lo meciera perezosamente en su corriente nocturna. Acostado, sintió que cabalgaba en los elevados vientos de junio, con el alto poder que le daba el cuarto abovedado de un tercer piso, en el edificio mayor del pueblo. De noche, cuando los árboles eran una única ola, lanzaba su mirada, como la luz de un faro, sobre enjambres de olmos y robles y arces. Ahora…

—Oh… —susurró Douglas.

 

Todo un verano que atravesaría el calendario, día a día. Como la diosa Siva en los libros de viaje, vio unas manos que iban y venían, recogiendo manzanas ácidas, melocotones, y ciruelas de medianoche. Se vestiría de árboles y arbustos y ríos. Se helaría, alegremente, en la puerta escarchada de la casa de los helados. Se tostaría, felizmente, con diez mil pollos, en el horno de la abuela. Pero ahora lo esperaba una tarea familiar. Una noche, todas las semanas, dejaba a sus padres y su hermanito Tom, que dormían en la casita de al lado, y subía aquí, por la oscura escalera de caracol, a la cúpula de los abuelos, y en esta torre de brujo podía dormir con truenos y visiones, y despertar antes del cristalino tintineo de las botellas de leche, y celebrar su ritual mágico. De pie, ante la ventana abierta en la oscuridad, Douglas aspiró profundamente, y sopló. Las luces de la calle se apagaron como velas en una torta negra. Sopló otra vez y otra vez, y las estrellas empezaron a desvanecerse. Sonrió. Apuntó con el dedo. Allí y aquí. Ahora aquí, y aquí… Las luces de las casas parpadearon lentamente y unos cuadrados amarillos se recortaron en la pálida tierra matinal. Un rocío de ventanas se encendió de pronto, a lo lejos, en el campo del alba.

 

—¡Bostezad todos! ¡Todos arriba!

El caserón se movió en el piso bajo.

—¡Abuelo, saca los dientes del vaso!

Esperó un momento.

—¡Abuela, bisabuela, freíd las tortas!

El aroma caliente de la manteca subió por los callados pasillos y visitó a los pensionistas, los tíos, los primos.

—Calle donde viven los viejos, ¡despierta! Señorita Helen Loomis, coronel Freeleigh, señorita Bentley, ¡tosan, despierten, tomen sus píldoras, muévanse! Señor Jonas, ¡enganche su caballo, saque su carro!

Las casas descoloridas en la barranca del pueblo abrieron unos taciturnos ojos de dragón. Pronto dos viejas resbalarían en la Máquina Verde por las avenidas matinales, saludando a todos los perros.

—Señor Tridden, ¡busque su carreta!

Pronto, echando chispas azules, el tranvía del pueblo navegaría por las calles de márgenes de ladrillos.

—¿Listos, John Huff, Charlie Woodman? —murmuró Douglas a la calle de los niños—. ¿Listas? —les dijo a las húmedas pelotas de béisbol en los prados, a las hamacas que colgaban vacías de los árboles.

—Mamá, papá, Tom, despertad.

Los relojes despertadores sonaron débilmente. El reloj de la alcaldía retumbó sobre el pueblo. Los pájaros saltaron de los árboles, como una red echada al aire, cantando. Douglas, director de una orquesta, apuntó al cielo del este.

 

El sol empezó a levantarse. Douglas cruzó los brazos y sonrió con una sonrisa de mago. Sí, señor, pensó, todos saltan, todos corren cuando grito. Será una estación maravillosa.

Castañeteó los dedos por última vez. Las puertas se abrieron de par en par.

La gente salió de las casas. Empezaba el verano de 1928.