jueves, 30 de octubre de 2014

DÍAS DE AGUA - Margarita Schultz


Margarita Schultz
Chilena contemporánea, doctora en filosofía.



DÍAS DE AGUA

La mujer sentía quemante en su palma derecha el castigo que había dado a su hija esa mañana. 

Arrebujada en su manta, alimentaba su vigilia en el catre de lona donde dormía cada noche junto a la mesa y el brasero.

No sólo la palma le quemaba por ese bofetón, también le ardía el recuerdo de la mirada de su hija, una mirada hecha de incomprensión y de comprensión a la vez.

Los días ‘de agua’ salían cada una con dos latas colgadas de ambos extremos, en sendas varas de sauce. Debían recorrer casi seis kilómetros en medio de la tierra reseca, tratando de mantenerse en la huella, calzadas con unas suelas de cubierta de caucho que habían encontrado a los lados de la ruta, después de mucho buscar, amarradas con tiento de panza de liebre.


El agua era un recuerdo ahí donde estaba la casucha. El pequeño río de su infancia, en su adolescencia se hizo arroyo, ahora, en su madurez, se había hecho… nada.

El río podría haber sido un sueño, no un recuerdo de su niñez, le era difícil saberlo.


A seis kilómetros, al costado de la ruta, se instalaba una vez por semana el camión aljibe. Vendían allí el agua a un precio que la mujer no podía pagar. 

Canjeaba entonces la carga de agua a veces por un charqui de liebre del monte, bien seco, otras veces cambiaba el agua por un buen poco de maíces desecados.

Los mismos maíces que trataban ambas de hacer crecer, regándolos dolorosamente con el agua que tanto esfuerzo les costaba acercar a la casa.

Hoy había sido ‘día de agua’.

Caminaron con bastante rapidez, a la ida, con las latas vacías. Pero el regreso era más lento. Nunca se quejaban del peso de esa gloria que debía calmar su sed, servir para cocinar su alimento, y mojar los plantines de maíz. La mujer acarreaba veinte kilos repartidos en las dos latas. La niña sólo diez kilos. 

Había que cuidar que las varas no cimbraran demasiado, podrían partirse, dejar caer las latas y dar de beber a la tierra donde ella no tenía derecho a recibir.

El sol caía en flechas verticales. Y el calor del desierto acusaba su presencia omnímoda. Ya se divisaba allá la casuca techada con latas de aceite (que le habían donado en la estación de servicio), y hojas de maíz.

Falta poco, debieron de pensar ambas mujeres, la madre y la niña.

Debió de apurarse la niña, por pura niñez y ansiedad. Debió de apurarse la niña, por puro deseo de llegar, también.

Y pasó lo tan temido, la vara cimbró con inesperado ímpetu, y se partió por la mitad, de vejez habrá sido.

Cayeron ambas latas y el agua con una prisa incontenible entró en la tierra ávida.

No hubo reproches en palabras ni en miradas. Sólo un bofetón en la mejilla de la niña tan sonoro que habría hecho eco entre los cerros, pero allí, en esa meseta, desapareció, mudo, llevado por el viento cordillerano.



jueves, 16 de octubre de 2014

ROSTROS - Yasunari Kawabata




Yasunari Kawabata
Japón, 1899-1972.


ROSTROS


Desde los seis o siete años hasta que tuvo catorce o quince, no había dejado de llorar en escena. Y junto con ella, la audiencia lloraba también muchas veces. 

La idea de que el público siempre lloraría si ella lo hacía fue la primera visión que tuvo de la vida. Para ella, las caras se aprestaban a llorar indefectiblemente, si ella estaba en escena. Y como no había un solo rostro que no comprendiera, el mundo para ella se presentaba con un aspecto fácilmente comprensible.

 

No había ningún actor en toda la compañía capaz de hacer llorar a tanta gente en la platea como esa pequeña actriz.

A los dieciséis, dio a luz a una niña.

–No se parece a mí. No es mi hija. No tengo nada que ver con ella –dijo el padre de la criatura.

–Tampoco se parece a mí –repuso la joven–. Pero es mi hija.


Ese rostro fue el primero que no pudo comprender. Y, como es de suponer, su vida como niña actriz se acabó cuando tuvo a su hija. Entonces se dio cuenta de que había un gran foso entre el escenario donde lloraba, y desde donde hacía llorar a la audiencia, y el mundo real. Cuando se asomó a ese foso, vio que era negro como la noche. Incontables rostros incomprensibles, como el de su propia hija, emergían de la oscuridad.

En algún lugar del camino se separó del padre de su niña.


Y con el paso de los años, empezó a creer que el rostro de la niña se parecía al del padre.

Con el tiempo, las actuaciones de su hija hicieron llorar al público, tal como lo hacía ella de joven.

Se separó también de su hija, en algún lugar del camino.

Más tarde, empezó a pensar que el rostro de su hija se parecía al suyo.

Unos diez años después, la mujer finalmente se encontró con su propio padre, un actor ambulante, en un teatro de pueblo. Y allí se enteró del paradero de su madre.

Fue hacia ella. Apenas la vio, se echó a llorar. Sollozando se aferró a ella. Al hallar a su madre, por primera vez en la vida lloraba de verdad.

El rostro de la hija que había abandonado por el camino era una réplica exacta del de su propia madre. Sin embargo, ella no se parecía a su madre, así como ella y su hija no se asemejaban en nada. Pero la abuela y la nieta eran como dos gotas de agua.

Mientras lloraba sobre el pecho de su madre, supo qué era realmente llorar, eso que hacía cuando era una niña actriz.

Entonces, con corazón de peregrino en tierra sagrada, la mujer se volvió a reunir con su compañía, con la esperanza de reencontrarse en algún lugar con su hija y el padre de su hija, y contarles lo que había aprendido sobre los rostros.